Querido José:
Ayer, cuando me enteré de tu muerte me quedé sin habla, estuve unos segundo con la mente en blanco, cosa que me ocurre con frecuencia a mis muchos años, porque son muchos los seres queridos que se nos han ido, por culpa de la maldita pandemia y otras cosas igual de malditas, a manos de la dichosa Parca, que no descansa nunca, y uno se resiste, se rebela a esto; pero en unos instantes, volviendo a la cruda realidad, me surgieron algunos interrogantes, que poco a poco fueron encontrando respuestas.
¿Tú no estabas malo, verdad? Me decía el Sopi, amigo común, que ayer te vio en el Festival de Cante Hondo de la vecina Mairena, dedicado a uno de tus grandes ídolos del flamenco, como fue y sigue siendo, Antonio Mairena.
Sabes que te vi, a través de Canal 12, como un romero más, caminando con el simpecado de tu Virgen, la del Alcor, con un sombrero rojo y con una camisa rayada con blanco y naranja, la mar de llamativos, y con tu inseparable bastón, camino del Moscoso, solo y con muchos romeros junto a ti.
¿Cómo ibas a pensar tú, apreciado José, que esta mañana gris, con algún que otro paraguas y envuelto de la vorágine de una de las grandes fiestas de tu pueblo, también ya algo mío, que unos bueyes, vaquero tú desde que eras un crío, te iban a empujar a la muerte?
Y en un abrir y cerrar de ojos, sin sufrimiento alguno, Santa María del Alcor, tu Virgen, evitó con su carreta desgracias mayores, sirviendo de freno a aquellos desmadrados bueyes; pero te eligió a ti para llevarte a su cielo e interceder por tu alma ante su Hijo, el pastorcito Nazareno y su Padre, el Dios de todos.
Seguro que las puertas de la Gloria se te abrieron en otro abrir y cerrar de ojos.
¿Sabes una cosa, José? Y no me estoy inventando nada, porque lo he visto esta tarde con mis propios ojos, que este pueblo tuyo te quiere un montón. No se cabía en tu parroquia, la de la Virgen María Coronada, y bien me fije que aquí hoy no habían diferencias de ningún tipo. Eso sí, un silencio a veces de respeto y amor, de los de verdad, hacia ti. No faltaron las lágrimas y el rezo durante la misa denotaba seriedad y una sinceridad extrema y el canto de despedida a tu protectora, María, madre tuya también, nunca lo había oído y sentido como hoy.
¿Sabes otra cosa, querido amigo? Que como dijo el párroco, tú no has muerto, y menos aún para ninguno de nosotros. Tu imagen mientras sigamos en esta bendita tierra, tu Andalucía, la de tu Blas Infante, y tu Viso, el de tu querido Diego de lo Santos, a los que querías como pocos, estará y bien viva, en el arcón mágico de la memoria de todos los que tuvimos la fortuna de conocerte.
Y termino estas letras, llenas de dolor y tristeza por tu ausencia, pidiéndote una cosa, que a partir de ahora cambiemos los papeles y que seas tú, apreciado José, desde la Gloria, el que intercedas ante tu Virgen y su Hijo, Jesús el Nazareno, y ante el Dios creador de Cielos y Tierra, por todos los que quedamos aquí, en este valle de lágrimas.
¡Qué tu alma descanse en paz!, porque hiciste méritos suficientes para ello.
¡Gracias, José, por tu peculiar manera de ser!
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