Hacía tiempo que no asomábamos a este capítulo de los retratos a alguno de los realizados a lo largo de nuestra vida. Después de dos años en que por causa de la pandemia no pudimos vivir la Semana Santa en lo referente a sus procesiones, en este de 2022, que al parecer sí podremos goza de ellas, vienen a nuestros recuerdos momentos vividos de nuestra niñez en torno a la ciudad que nos vio nacer, Melilla.
Casi bastantes años más de medio siglo han pasado desde que con ojos de niños viviamos esta peculiar experiencia de ver a las imágenes de Cristo y de su madre, la Virgen María, paseando por nuestras calles al son tambores y trompetas y de marchas, en tiempo en que estas fiestas gozaban de buena salud; claro que todavía no conocíamos la grandiosidad de los pasos sevillanos, de sus desfiles procesionales de la ciudad del Guadalquivir, con el brillo de sus luces y con alguna que otra sombra.
Sin ser demasiado religiosos en nuestra niñez, llegado el tiempo de la salida de las procesiones melillenses a la calle, sentíamos una especial admiración por ellas. Nos impresionaba aquel Cristo yacente, metido en el sepulcro, que en el silencio de la noche, sin música alguna, recorría la Avenida, arteria principal de la ciudad y donde acudíamos para verlas todas. Sentíamos interés, curiosidad y admiración por aquellos nazarenos, desconocidos por sus capirotes, que venían acompañando a su Virgen de la Soledad y a su Hijo, desde uno de los barrios más alejados del centro, del conocido como el Real, y que paraban justamente en la esquina cercana a nuestra casa, para reposar de su larga caminata, donde podíamos descubrir el sacrificio de aquellos penitentes. Nos ponía la carne de gallina, porque éramos unos críos, el Cristo procesionado por los legionarios, rompiendo la quietud de la noche con el cántico de su himno, que de tanto oírlo casi nos lo sabíamos de memoria. Daba algún sentido a nuestras escasas creencias aquel Resucitado que se encontraba con su Santa Madre, María, en la Plaza de España, en aquellos domingos llenos de luz y alegría, porque qué sentido tendría la terrible Semana de Pasión sin un Cristo Resucitado. Veíamos con un respeto impropio de nuestros pocos años y hasta con alegría en sus inicios a aquel otro Cristo montado en un humilde pollino, escena que era conocida por ello, como la Pollinica; respeto que hacíamos extensivos a todos los Cristos y Vírgenes guardados celosamente en las diferentes iglesias de la ciudad para refrescarnos la memoria acerca de un hecho trascendental de la Historia de la Humanidad, que marcó un antes y un después con meridiana claridad.
Retrato del Cautivo de Melilla, en cuyo nombre cada Semana Santa es liberado un preso de la ciudad
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