El pueblo de Chicul prestaba a sus muertos una gran atención. Sus habitantes creían que con la muerte su espíritu iba al Lacego, templo donde se encontraba su dios Seyculan. Si alguna persona había obrado mal durante su vida, sin ofrecer un sacrificio por ello, no era enterrada en el cementerio de los "impecables", sino en un lugar cercano, sin arboleda que le diera sombra, sin flores ni frutos, sin tumbas ni indicación alguna, porque eran "almas oscuras"; en tanto que los anteriores gozaban con un arco de flores en su entrada, con arboles frutales y florales en sus pasillos, cuyos productos podían ser cogidos por sus familiares para ornamentar sus sepulcros.
No existían en el pueblo de Chicul religiosos. Todas las enseñanzas relacionadas con sus creencias y las normas a seguir en cuanto al seguimiento de su dios, eran realizadas por los padres con exclusividad, hasta la edad de quince años. Pasado este tiempo, los jóvenes tenían libertad para ponerlas en práctica bajo su responsabilidad durante toda su vida o renunciar a las mismas; cosa que les obligaba a buscar la luz fuera de las montañas donde residían y a convivir con otros pueblos y a que conocieran otras creencias, con el fin elegirlas para siempre o volver a las suyas.
El dibujo que ponemos a continuación muestra el lugar donde vivían Chicul y los suyos.
En la cordillera de Sindad, en su montaña más alta, conocida con el mismo nombre, y en su cima existía el templo del dios Seyculan, de acceso dificultoso y construido de piedras procedentes de las demás montañas, y a su sombra estaban las viviendas de sus habitantes, horadadas en el interior de las laderas de la misma. Una encrucijada de caminos rodeaban, ascendiendo y descendiendo desde el templo hasta el valle, donde residieron hacía muchísimos años; pero que tuvieron que abandonar por razones de seguridad, ante el ataque de pueblos primitivos, en la búsqueda de la riqueza de sus minerales preciosos.
Construyendo sus casas en la misma montaña, su defensa ante aquellos enemigos depredadores fue más acertada y al mismo tiempo impedían que les usurparan sus riquezas, las que lucían con orgullo y les permitían sobrevivir con su comercio.
Todas las casas se comunicaban entre sí por una serie de pasadizos o minas que conforme avanzaba el tiempo dieron lugar a un laberinto enorme, que sólo conocían ellos y cuyos dibujos o planos eran guardados celosamente en el arca sagrada del templo, que también daba cobijo a los libros sacros y a la memoria de su historia desde sus orígenes, y vigilada por los pocos guerreros de este pueblo, tanto de día como de noche, o cuando era necesario por los cabezas de familia de las casas más cercanas, que se iban alternando de forma ordenada. Sus viviendas-cuevas eran confortables, a pesar de su rusticidad, gracias al comercio de las piedras preciosas que iban obteniendo del interior de las mismas conforme les hacía falta para obtener de otros pueblos lo que necesitaban.
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