Nada más terminar de comer, con la digestión aún no terminada, ya estábamos allí; pues su puerta de entrada raramente permanecía cerrada durante el día. Como éramos habituales y madrugadores conseguíamos el balón de turno y raudos nos disponíamos a encestar. Para evitar el abuso de los mayores o de los más altos preferíamos jugar ordenadamente al juego que llamábamos del “Patatero”, que consistía en hacerse con el balón siguiendo un turno riguroso y curiosamente respetado por todos y lanzar a la canasta desde el lugar en que lo cogías. Si encestabas conseguías dos puntos y la posibilidad de volver a lanzar desde la línea de los tiros libres tantos intentos como éxitos tuvieras, contándose cada canasta con un punto, como en el baloncesto de verdad. Todos estos puntos se iban acumulando y cuando el primero llegaba a diez y a cada múltiplo sucesivo de cinco y con el fin de aclarar el panorama cuando éramos muchos, se iban eliminando los que tenían menos, consiguiendo alzarse con el triunfo final el que se quedaba solo. Dándose inmediatamente paso al siguiente “Patatero” .Curiosamente allí no se jugaba al fútbol.
No faltaban tampoco de manera informal cuando completábamos el cupo de participantes, los partidillos en todo el campo o en una sola canasta cuando andábamos flojos y no queríamos correr en demasía, unas veces atacando y otras defendiendo en la misma canasta. Igualmente hacíamos cuando jugábamos al balonvolea, teníamos que juntarnos por lo menos doce, cuestión que no resultaba difícil; aunque éste si nos exigía otras atenciones, pues teníamos que colocar los postes, enganchar la red y tensarla adecuadamente.
Cuántas horas echamos en aquel campo de Bandera de Marruecos, unas veces practicando el deporte y en otras viéndolo. Cuando llegaba la hora de merendar se producía un alto en el camino, otros pequeños ocupaban la pista y con el bocadillo en nuestras manos volvíamos allí y engrosábamos el turno de espera.
Recuerdo aquellas meriendas de pan con chocolate, aquel pan fabricado con harina no tan blanca como la de ahora, algo oscura, casi sin miga, un poco duro, empapado en aceite y con azúcar cuando la había o aquel chocolate que al masticarlo nos parecía arena y que le dábamos toda la coba del mundo para que no se gastara pronto, pero que nos sabía a gloria porque no teníamos otro. Poco a poco nos reintegrábamos a los juegos, ocupando las vacantes que se iban produciendo, que hasta nos aguantábamos sin ir al servicio para no perder el tajo. Así hasta que anochecía o llegaban los mayores para realizar los oportunos y formales entrenamientos, encendiéndose para ellos la también primitiva iluminación que en nada se parecía a las actuales.
Era tal el número de horas que pasábamos en aquella instalación y habíamos llegado a tal vicio con el tiro a canasta, que hasta de vez en cuando conseguíamos ante la sorpresa de los mirones y la alegría propia, encestar desde la línea de medio campo. Eran tantas las caídas que nos dábamos en aquella superficie dura de cemento que siempre teníamos heridas en las piernas y brazos, especialmente en rodillas y codos, de tal manera que se caían unas postillas para dar paso a otras.
Con el paso de los años se iba formalizando la práctica deportiva, pasándose a formar parte de equipos, con horarios de entrenamiento y todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario