CUENTO DE "EL DIABLO BUENA PERSONA" ( II )
Enviado nos fue a la Tierra,
a una eterna ciudad, Roma,
la de Rómulo y Remo,
amamantados por loba,
la del sucesor de Pedro,
la que el tiempo dejó rota.
No fue una coincidencia mandar al diablillo a Roma - continuaba aclarándome Kalika sin dejar de dar vueltas a sus pulgares -, ya que Lucifer era astuto como el hambre y sabía mucho acerca del carácter sacro de la ciudad, que además había dado cobijo al estado de Ciudad del Vaticano, donde residía su mayor contrincante y enemigo en la Tierra, el Papa, que además de viajar envuelto siempre en aromas de multitud, quiere que seamos buenos y no como Rómulo, el gemelo que fundó la ciudad sobre las siete colinas y atravesada por el Tiber, que en ataque de "cainismo" terminó matando a su hermano Remo; dejando en mal lugar a la loba que los amamantó, y al pastor Fáustulo y a su mujer, Aca Larentia, que los recogieron y criaron más tarde.
Era arrogante aquel joven,
vestía con vistosas ropas,
de fácil palabra y trato
y bello como una rosa.
Quién iba a sospechar de él
si robaba cualquier cosa,
si mentía con gran descaro
para engañar a una moza,
si creaba a bastante gente
situaciones peligrosas
o si se hacía terrorista
explosionando una bomba.
Para eso lo habían mandado a la Tierra. Yo voy por la calle y por mi aspecto, lleno de harapos, sin afeitar y con mi calzado que asoma clavitos en la puntera como dentadura de grotesco pez - me indicaba Kalika con enorme tristeza - y voy despertando rechazo, miedos, desprecios.
Aquel jovencito vestido en Armani o en Diors, con el aroma en su cuerpo del perfume de Channel, caminando erguido como atleta griego, con su seguro paso y la sonrisa permanentemente dibujado en su agraciado rostro,, despertaba admiración, deseos y hasta envidias.
Aunque Lucifer le había cubierto bien las espaldas para su prueba terrícola, poniéndole en contacto con infieles judíos, importantes hombres de banca y políticos sin escrúpulos, que habían hecho negocios colosales con él, no podía evitar aquello que era consustancial con su mismo espíritu del mal y era amante de apoderarse de lo ajeno; pero nada de cosas insignificantes, de menudencias, sino de todo lo contrario, como por ejemplo, un anillo de brillantes para cautivar a la hija carnal del embajador de los EE.UU, que en su soledad y por razón de la lejanía de su país y de su querida esposa, se había entretenido en embarazar a otra becaria, no la de Clyntom. O lencería fina y de color para enamorar a la señora del director de la Galería "Docia-Panfili", que ya no era tan moza. ¿Y quién iba a pensar y sospechar de un joven tan apuesto si gritaba en cine repleto de espectadors en la reposición doscientos trece de cualquier obra de Federico Fellini, como la "Strada" o "Amarcord", con toda su alma: ¡Fuego!, ¡Fuego!, y se despachurraban unos a otros, al salir por las angostas puertas? Nadie sería capaz de señalar con el dedo acusador a aquel señorito como autor de una terrible explosión en la mismísima puerta de la iglesia de la Trinitá dei Monti, ni de la deflagración inmediata de un Fiat estacionado en su cercanía y cuando la Escalinata de la Plaza de España estaba ocupada por cientos de turistas, lógicamente españoles, de excursiones organizadas por la Agencia de Viajes de El Corte Inglés.
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