Martes,
22 de enero de 2019.
A
120 días…
REPASO A LOS SENTIDOS PROPIOS.
A lo largo y
ancho de mi luenga vida fui gastando, por uso debido o indebido, mis cinco
sentidos. Estos compañeros de viaje no son ahora ni primos hermanos de aquellos
que recibí de muy niño, que pronto me enseñaron a mejor conocer, reconocer y
disfrutar de los mundos cercanos y que me instruyeron, sin prisa y sin pausa, en
ver, oír, tocar, oler y saborear. Actividades todas ellas magníficas aunque, en
ocasiones muy puntuales, hubiéramos
preferido estar privado de algunos de estos sentidos clásicos (Lo de “clásico”
viene a cuento por la aparición, para algunos mortales, de un sexto sentido y hasta de un séptimo
sentido)
Hoy, en un
ejercicio rápido de auto-revisión sensorial, sin tener en cuenta valoraciones
médicas (por desconocimiento) reconozco que gozo de una buena vista, después de
operaciones de catarata en ambos ojos, realizadas por un paisano, el
prestigioso Doctor Guerrero. La cadena de huesecillos, un tímpano menos
elástico, las deformaciones, propias de la edad, del pabellón auditivo
(vulgarmente oreja) y otras zarandajas acústicas, contribuyen, sin dudas, a que
el oído, el mío, empiece a dar muestras de “sordera”, no prematura, sino senil,
de momento parcial y soportable (Dejaremos los audífonos para más adelante) El
oler nunca ha sido mi fuerte entre los sentidos, por ello, presté poca atención
al mismo, lo que me hizo liberarme sin esfuerzo de los olores penetrantes, de
muchos malos olores y, a la par, se me negó el disfrute de los muchos preciados
y bonitos aromas de colonias y perfumes. Aunque ello no me hace cambiar la
afirmación encerrada en el título de este comentario de hoy, de que “Los
hospitales huelen a hospital”, lo que me produce cierta desazón cuando tengo,
como hoy, que visitar uno de ellos. Como caballo de buena boca, como enamorado
de la comida, me preocupa más el comer
bien que el descubrir exquisiteces alimentarias; me satisface más la comida
tradicional que la muy elaborada, servida en pequeñas dosis. Creo que mi
longevidad está sostenida en mi buen apetito de siempre. Ni en los momentos de
crisis febril, ni los cuarenta grados corporales, me quitaron el apetito. El
toque, el toqueteo, el retoque, el tocar, el tacto son cuestiones poco
valoradas por muchos. ¡Ellos se lo pierden! Las yemas de los dedos, la piel,
son vehementes transmisores y receptores de encuentros y desencuentros. Le
sacamos poco provecho, poco rendimiento a este segundón de los sentidos. Sólo
los ciegos colocan al tacto en su justo lugar de supremacía.
Y para
terminar, abducido por el “olor a hospital”, me pregunto ¿A qué huele un
hospital? A una especial comida, a medicamentos, a humores y flujos de
enfermos, a variopintos olores de los muchos visitantes, a incontroladas
calefacciones o aires acondicionados. a combustible y maquinarias específicas de la medicina, o a
todo ello, junto, mezclado en un explosivo cóctel de obligado rechazo. ¡A ver
como se me da el día!
No hay comentarios:
Publicar un comentario