Miércoles, 6 de junio de 2018
“Cumplemés” del angelito Ángel.
A 352 días…
Hoy va de CUENTO.
La
mayoría de los Cuentos terminan convirtiéndose en relatos para mayores o mejor,
los mayores nos hacemos, sin saberlo muchas veces, receptores preferentes de los contenidos de
los mismos. A pesar de su brevedad, en la mayoría de los casos, cuentan con
suficiente enjundia, meollo o fondo para atraer a los que hace tiempo perdieron
su infancia y caminan algo desorientados en la categoría de adulto.
El
Cuento, fantástico y engañoso relato de la realidad, se sublima, se eleva, se
crece, cuando adquiere la categoría de “best seller”, cuando alcanza un número elevado de fans
lectores-propagadores y críticos. El Cuento alcanza su zenit, su más alta
consideración, cuando lo conocemos y lo contamos todos, cuando lo usamos como
ejemplarizante medicamento educativo del personal, cuando los más pequeños lo
desechan por aburrido o simplón, cuando sus personajes dejan de parecerse o
comportarse como humanos.
Los cuentos rezuman verdad de la buena, somos los cuentistas los que
modificamos sus valores y su esencia. Los Cuentos olvidados o perdidos, esperan
pacientes la arribada de no acomplejados lectores, para
salir de su anodino limbo. Los Cuentos nos sirven a los mayores, como terapia
anti-ignorancia,
como sanadora medicina contra la soberbia del
saber, como bálsamo contra la estupidez, como calmantes contra la desidia y el
aburrimiento.
Los Cuentos huyen de nosotros cuando los despreciamos por su brevedad,
sencillez y contenido, cuando los encasillamos en jaulas infantiles, cuando los
echamos del mundo de los buenos creadores literarios.
Hoy, como va de lo que va, les contaré un
Cuento.
Erase que se era un país poblado sólo por animales, divididos en dos grupos: el de los gobernantes (llamados dirigentes) y el de los gobernados (llamados súbditos o vasallo) Entre los primeros había gobernantes de muchas clases: buenos, malos, regulares y, sobre todo, desclasificados. Entre los segundos, muchos más numerosos, existían muchas “castas”: ricos, pobres, listos, tontos, guapos, feos, graciosos, malasombras, etc., etc.
El mandamás de los dirigentes era un gran oso de pelambre grisácea, encanecida por el paso del tiempo y por el agobio de los muchos problemas que tenía que solucionar. Por encima de éste, había otro título de Jefe Supremo y que solo actuaba ocasionalmente. El gran oso de pelambre grisáceo, elegido por votación de la mayoría de los animales siempre trataba con educación y respeto a los jefecillos y súbditos de los distintos subgrupos de animales y se esforzaba por solucionar los problemas de todos los habitantes de su país.
Los animales, como los humanos, cuando alcanzan poder, casi siempre, caen en las malas artes de la corrupción. Comienzan por quitarles a los vecinos un trozo de pan y acaban dejándolos sin alimentos; empiezan por coger lo que no es suyo y terminan quedándose con lo que es de todos.
Las malas prácticas de muchos jefecillos y de no pocos súbditos de todos los grupos de animales, fueron minando la credibilidad del gran jefe, el oso de pelambre grisácea. Hasta que llegó el fatídico día en el que, los representantes de los súbditos, guiados por un oportunista jefecillo, propusieron en la Asamblea de los Animales, el quitarle, al oso de la pelambre grisácea, la dignidad y el honor de ser su gran jefe.
El jefecillo que encabezó la revuelta para echar al actual jefe, era un caballo tordo, bien parecido él, pero con ciertos antecedentes que no despertaban mucha confianza entre los suyos y los adversarios. No era miembro de la Asamblea General y tampoco obtuvo buenos resultados en votaciones anteriores.
Sin saber ni cómo, ni por qué, consiguió reunir los votos necesarios para quitar al gran jefe, el oso de la pelambre grisácea. Algunos de los votantes que, unos días antes, habían votado “blanco”, en aquel aciago instante, votaron “negro”. Otros, por odio y venganza, votaron contra sus propios principios. Y así se consumó la tragedia.
El gran oso de pelambre grisácea, cansado y hastiado, ante tanto desatino, buscó un lugar apartado donde llorar su amargura y tragarse, sorbo a sorbo, sus saudades. Renunció a sus prebendas, a su sueldo vitalicio y a su condición de privilegiado aforado. ¿Quién pudo dar más? ¡Tiempo al tiempo!
El cuento no termina aquí, los lectores estamos deseando conocer su segunda o siguientes partes.
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