lunes, 9 de noviembre de 2020

En tiempo de PANDEMIA

 Entrega 7. Escrito 3

UNA SUBASTA Y UN CUENTO

      Un día de un tiempo olvidado, de esos que no se pueden retener en la frágil memoria y que tampoco se pueden comprar, SOÑÉ y VIVÍ una extraña y, a la vez, placentera SUBASTA. Una SUBASTA absurda, irracional, inverosímil e imposible entender y aceptar.

     En un local virtual, inexistente en la realidad, conseguí reunir todos los avíos necesarios para realizar la SUBASTA, tomando todas las medidas que garantizaran la validez de ésta. Un espacio para el público, sencillas sillas para acomodo de los presentes, un atril algo elevado centrado y colocado sobre una baja tarima, un pequeño y coqueto martillo para el quién da más, un modesto equipo de megafonía, varios mantenedores del orden, algunos (pocos) contratados para animar la SUBASTA, una adecuada publicidad y, como no podía ser de otra manera, un SUBASTADOR y, al tiempo, notario experto en la materia. Ah, sin olvidar, un recaudador contable de la recaudación económica que se produciría si, felizmente, existieran pujadores cualificados dispuestos a pujar.

     Con tiempo y bastante trabajo fui solucionando todo lo enunciado anteriormente. Cuidé todos los detalles, prestando la misma atención a lo nimio y a lo imprescindible. Tenía la intención de que no fallara nada que, la SUBASTA transcurriera con absoluta normalidad, no podía permitirme el lujo de fallar en algo. No gozaba de una segunda oportunidad.

     Antes de seguir adelante con esta narración, obligado estoy a señalar el importante OBJETO a SUBASTAR. Objeto espiritual que me costó la propia vida el conseguirlo y que, mucho más esfuerzo me supuso, el mantenerlo guardado y VIVO, o también VIVA, dada su dualidad, o mejor, su carencia de sexo. Se trata de mi ALMA que, aunque bastante mayor, todavía conserva su lozanía y altivez de pasados tiempos.

      El tiempo, devorador insaciable de sí mismo, sabedor de que todo estaba listo, señaló día y hora para el EVENTO, publicitado con acierto, mesura y discreción.

     No olvidé que, en estos tiempos y en casi toda España, es obligatorio el uso de las mascarillas, guardar las distancias y el lavado de manos con productos higiénicos sanitarios.

     Llegado el día y la hora señalada, bajo un exhaustivo control de entrada se abrieron las puertas del local donde habría de celebrarse la SUBASTA. Los asistentes eran muy diferentes, mayores, jóvenes, mujeres y hombres. Todo marchaba, desde sus comienzos con absoluta normalidad y orden. Empresas, con sus representantes, y particulares sentían curiosidad por la singular SUBASTA, era la primera vez que se celebraba en España una SUBASTA de un objeto inmaterial como es un ALMA. Por curiosidad, la antigua prensa y la moderna, digital, enviaron al evento a sus más destacados periodistas e informadores. Algo similar ocurrió con las cadenas de televisión. Lo que empezó como un sueño, una quimera, una imposible utopía, tomaba tintes de “bombazo”, en la singular y atrayente SUBASTA.

     El subastador, vestido de forma no usual, con frac que le venía algo grande, camisa sin cuello, con tirilla y brillante botonadura, zapatos deportivos, empuñando con autoridad el martillito de madera, estampa deslavazada de original artista, carraspeó varias veces frente al micrófono y dio unos golpecitos con el pequeño mazo, los murmullos del respetable, como por arte de magia, desaparecieron y se adueñó del local un silencio que la gente acostumbra a llamar “sepulcral”.

     Sobre el atril del presentador una pequeña arquita donde debería encontrarse el objeto a SUBASTAR, cerrada a cal y canto, para evitar que ésta se escapara y nos dejara con dos palmos de narices a todos los presentes. Yo, perdedor de algo tan preciado como mi propia ALMA, cumplí lo prometido de no asistir, por temor al casi seguro arrepentimiento de desprenderme de aquel querido objeto. No sé si podré seguir viviendo sin ella, mi preciada ALMA. Con voz grave y pausada comenzó el subastador su perorata de las excelencias del objeto a SUBASTAR y el procedimiento a seguir en la misma. Todo valía, a la hora de pujar. Un gesto, una mirada, un tocarse una determinada parte del cuerpo (conocido de antemano por el subastador) un sonido, etc., etc. Servían de vehículo para mostrar el interés por el invisible objeto.

     La SUBASTA había comenzado y muy pronto se formó un minoritario grupo, entre los que, en un principio, parecía estar el “ganador”. Un hombre vestido con elegancia y cuyo gesto era tocarse la nariz; una señora de edad indefinida que para pujar se tocaba el ala de su llamativo y horroroso sombrero, y dos divertidas jovencitas que se disputaban entre sí el gesto de pujar, que consistía en levantarse de sus respectivos asientos. Vestidas como acostumbran los jóvenes de hoy a vestir, con grandes gafas, mascarillas y gracioso sombrero de paja, con unas florecillas en su lateral. Imposible reconocerlas con tantas prendas cubrecaras. Por debajo de todo ello, sobresalían ambas largas melenas, una negra azabache y otra, castaña.

     El precio de objeto a SUBASTAR fue creciendo sin parar hasta límites insospechados y manifiesta alegría del SUBASTADOR, no muy esperanzado en que éste llegara a tan elevada cota. De los tres pujadores que quedaban, el primero en abandonar la puja fue el elegante caballero que se convenció de que, habría de ser mujer, con razones suficientes para conseguir una ALMA. Desde aquel momento el siniestro caballero dejó de tocarse la nariz y se dispuso a ver quién o quienes se llevaría “el gato al agua”. La incertidumbre se apoderó de la sala. La señora de edad indefinida envalentonada y sin perder la compostura, seguía y seguía incansable subiendo su puja; y las dos jovencitas, cada vez más divertidas y seguras, mantenía el pulso a la señora del horrible sombrero. Aquella situación llevaba tintes de eternizarse y la tensión iba en aumento. Todos los asistentes, motivados por la curiosidad y queriendo conocer el final de la histórica SUBASTA se mantenían impasibles y tensos en sus asientos, atraídos por la incertidumbre.

     Mientras esto ocurría en el local de la SUBASTA, yo, desde casa y todavía dueño de mi ALMA, seguía por la radio el evento, cada vez más preocupado, triste y “desalmado”. A punto estuve de tirar la toalla, de anular, si era posible, la SUBASTA, de abandonar el loco intento de SUBASTAR mi ALMA.

     Al mismo tiempo de lo anterior, el SUBASTADOR anunciaba quienes habían resultado ganadoras. El uso del plural presupone que fueron las divertidas jovencitas las que se llevaron el botín del ALMA. Inmediatamente surgen las preguntas ¿Para qué quieren estas jovencitas una vieja ALMA? ¿Por qué dilapidar tanto dinero, ahorros de toda la vida de dos jovencitas?

     El contratado contable redactaba los datos bancarios de las jovencitas y los recibíes correspondientes, dando el visto bueno de todas las operaciones. Todo en regla, el tema quedó finiquitado con éxito.

     Ah, olvidé contarles un pequeño y emotivo detalle que, como casi todos los cuentos fantásticos, tienen la obligación de terminar bien.

     Aquellas divertidas y dicharacheras jovencitas, de largas melenas, desprendidas de sus sombreros, sus gafas y sus mascarillas resultó que una se llamaba MARTINA y la otra, ALEJANDRA y eran nada más y nada menos que mis queridas

NIETAS que no estaban dispuestas a permitir que su ABUELO se convirtiera en un DESALMADO.



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