viernes, 13 de noviembre de 2020

En tiempo de PANDEMIA

 Entrega 7. Escrito 5

LOS TONTOS DE NACIMIENTO Y UN CUENTO

      “Montar el belén”. ¡Cuántas acepciones podemos sacarle a esta expresión! Nuestra lengua, entre otras muchas bondades, es más que rica en sinónimos. Hay muchas expresiones relacionadas con la que nos servía de principio de este “qué sé yo veraniego”. Alboroto, bulla, jaleo, tumulto, disturbio batahola, algarabía, algazara, escándalo, y otras palabras de nuestro idioma que, por mérito propio y por su sinonimia pueden igualarse, en fácil ejercicio, a lo de “montar el belén”.

      Pronto comprenderán al avanzar en la lectura que, este “cuentista” no pretende montar, ni poner en marcha ninguna clase de alboroto, ni mayor, ni menor.

     Aunque los calores de estos días y el calendario anual nos colocan en el cálido mes de agosto, muy a propósito para el disfrute vacacional de la playa o de la montaña, es una monumental osadía tratar, con tanta antelación, algo relacionado con el nacimiento del Niño Dios, ocurrida y celebrada a finales del frío diciembre, con el montaje de los belenes o nacimientos. A ellos me voy a referir.

     Hace ya bastante tiempo que ingresé en el club de montadores de belenes o nacimientos y recibí el correspondiente y honorable título de “TONTO DE NACIMIENTO”, por el interés mostrado en dicha tarea a lo largo y ancho de mi luenga vida.

     Monté belenes de todas clases y tamaños, con papel, corcho, arpillera y escayola; con serrín pintado de verde y ocre, con tierra, con musgo; con luces; con agua corriente y de papel de plata; con montañas, valles, ríos; con pueblos y casas de corcho blanco y marquetería; con cielos de luz y de papel con sus correspondientes estrellas, incluida, entre ellas, la más famosa e importante, la de Oriente; casero y para recaudar fondos para entidades benéficas; con pocos y sobrados medios. Creo me sobran méritos para pertenecer a la “sexta” de los “TONTOS DE NACIMIENTO”.

     Con este avance mío, me igualo a un gran pueblo, Estepa, que, de seguir así, no debe extrañarnos que en la Semana Santa los estepeños inicien el proceso de fabricación de los afamados mantecados y similares dulces navideños. Por obligado trabajo, otros adelantados son los músicos de bandas siempre listos, en cualquier tiempo, a estar disponibles para deleitarnos con su arte. Y junto a estos, los “iluminadores”. Aquellos que, cada vez con más antelación, iluminan los pueblos y las ciudades en las muchas fiestas locales o nacionales. A destacar otro pueblo de Andalucía en este tema, Puente Genil.

     Y seguimos cada día, arrebatándole al tiempo, días y días que nos anuncian con antelación los muchos festejos obligados a celebrar y que, como la tortuga y la liebre en su singular carrera del conocido cuento, rivalizan por ser el ganador de ésta, o la obligación de no olvidar en el montaje del nacimiento personajes tan populares como, en Cataluña, el "caganet” y, en el resto del país, Herodes, su guardia, la mula y el buey, entre otros.

     Y a partir de aquí se me ocurre inventar un breve cuento, ejercicio rutinario muy lejos de cualquier pretensión literaria.

     Érase un constructor o montador de belenes, TONTO DE NACIMIENTO, como este escribano y que, como él, esperaba impaciente se acercara la fecha para montar su belén. Éste no era muy experto en la construcción de belenes, pero su empeño en la tarea era aplaudible y merecía todo tipo de elogios. Había heredado de sus mayores una preciosa colección de figuritas, entre las que destacaban una amplia y bonita remesa de pastores y animales. En dicho montaje contaba ese año, por primera vez con la ayuda de tres de sus nietos, Diego, Valentina y Clemen, infantes de muy cortas edades que, en su celo por echar una mano, entorpecían la labor constructiva más que ayudar de verdad. Pero ello no era óbice para ganarse el aplauso de toda la familia.

     Con más lentitud que otros años el belén iba creciendo, acercándose al momento culmen del montaje, la colocación de las figuritas. Este año serían los tres pequeños los que elegirían la ubicación de éstas. Ello se convirtió en un ritual respetado por todos y aunque la distribución de las figuras, en determinados espacios, nos pareciera algo inapropiada y rocambolesca, nadie, ni siquiera el abuelo, “jefe” del montaje, tenía potestad para cambiar o modificar los establecidos lugares. Para corroborar estos dislates, unos ejemplos serán suficientes. La colocación de las casitas de un pequeño pueblo junto a unos pastores que triplicaban en altura a las mismas o una piara de cochinos enormes cuidados por un porquero diminuto.

     Seguidamente obligado es contar un suceso que pudo mandar al traste con todo el trabajo realizado. El abuelo con bastante cuidado coloreó el serrín utilizando anilina de color verde y marrón para imitar los verdes prados y la tierra de labor; el serrín sin tintar le serviría para marcar los caminos. Las prisas por terminar nunca fueron ni serán buenas consejeras. Sin esperar el obligado secado del tintado serrín lo colocó sobre el suelo del belén repartido a su gusto y, con una inmediatez no pensada, los pequeños colocaron sobre la húmeda alfombra las figuras. La mayoría de ellas eran animales y, dentro de estos, abundaban los cochinos y sus redonditos lechones. La noche se les echó encima. Habían terminado el montaje y solo les quedaba a los montadores, descansar y disfrutar, en los días siguientes, de la obra realizada.

     El pequeño Diego fue el primero en levantarse y antes de nada corrió hacia el espacio donde habían construido su belén. En primer momento no se dio cuenta del estropicio, pero, en unos segundos, descubrió que la mayoría de los animales, cerca de unos cincuenta colocados en primera línea, habían desaparecido y en su lugar aparecían unas manchas coloreadas. Raudo y vociferando se dirigió en busca del abuelo para comunicarle lo que él creía un robo. El abuelo dejó lo que estaba haciendo y se dirigió “arrastrado” por el ímpetu de su nieto hacia el belén. Frente a él, al principio no entendió la misteriosa desaparición. Como de costumbre actuamos de forma instintiva y el abuelo, por no ser menos, tocó con el dedo índice las manchas existentes en el lugar donde antes había un animalito. Su dedo quedó manchado por algo parecido a barro pintado; no parecido, era barro. ¿Qué había pasado en la secreta disipación? El abuelo más sabio por viejo que por diablo, enseguida comprendió lo ocurrido. Aquellos animalitos desaparecidos pasaron a mejor vida por culpa de la humedad del serrín tintado. Eran figuras de arcilla no cocida. De esta mutación se salvaron las antiguas figuras de pastores que tenían en sus pies una pequeña plataforma de madera fina que no permitió que el agua del serrín las mutara en barro coloreado.

     El abuelo explicó a los nietos que no acababan de entender lo ocurrido y se comprometió a solucionar el problema.

     Apenas abrieron las casetas donde se vendían figuritas, el abuelo compró un número elevado de animalitos, fijándose en que estuvieran bien cocidos o de materiales modernos resistentes a la humedad.

     En un corto periodo de tiempo, los peques pasaron del pesar, de la desazón y de algunas que otras lágrimas, a una manifiesta alegría contagiada a toda la familia.

     ¡Ojalá no desaparezcan los TONTOS DE NACIMIENTO!


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