Entrega 7. Escrito 5
LOS TONTOS DE NACIMIENTO Y UN CUENTO
Pronto comprenderán al avanzar en la
lectura que, este “cuentista” no pretende montar, ni poner en marcha ninguna
clase de alboroto, ni mayor, ni menor.
Aunque los calores de estos días y el calendario anual nos colocan en el
cálido mes de agosto, muy a propósito para el disfrute vacacional de la playa o
de la montaña, es una monumental osadía tratar, con tanta antelación, algo
relacionado con el nacimiento del Niño Dios, ocurrida y celebrada a finales del
frío diciembre, con el montaje de los belenes o nacimientos. A ellos me voy a
referir.
Hace ya bastante tiempo que ingresé en el club de montadores de belenes
o nacimientos y recibí el correspondiente y honorable título de “TONTO DE
NACIMIENTO”, por el interés mostrado en dicha tarea a lo largo y ancho de mi
luenga vida.
Monté belenes de todas clases y tamaños, con papel, corcho, arpillera y
escayola; con serrín pintado de verde y ocre, con tierra, con musgo; con luces;
con agua corriente y de papel de plata; con montañas, valles, ríos; con pueblos
y casas de corcho blanco y marquetería; con cielos de luz y de papel con sus
correspondientes estrellas, incluida, entre ellas, la más famosa e importante,
la de Oriente; casero y para recaudar fondos para entidades benéficas; con
pocos y sobrados medios. Creo me sobran méritos para pertenecer a la “sexta” de
los “TONTOS DE NACIMIENTO”.
Con este avance mío, me igualo a un gran pueblo, Estepa, que, de seguir
así, no debe extrañarnos que en la Semana Santa los estepeños inicien el
proceso de fabricación de los afamados mantecados y similares dulces navideños.
Por obligado trabajo, otros adelantados son los músicos de bandas siempre
listos, en cualquier tiempo, a estar disponibles para deleitarnos con su arte.
Y junto a estos, los “iluminadores”. Aquellos que, cada vez con más antelación,
iluminan los pueblos y las ciudades en las muchas fiestas locales o nacionales.
A destacar otro pueblo de Andalucía en este tema, Puente Genil.
Y
seguimos cada día, arrebatándole al tiempo, días y días que nos anuncian con
antelación los muchos festejos obligados a celebrar y que, como la tortuga y la
liebre en su singular carrera del conocido cuento, rivalizan por ser el ganador
de ésta, o la obligación de no olvidar en el montaje del nacimiento personajes
tan populares como, en Cataluña, el "caganet” y, en el resto del país,
Herodes, su guardia, la mula y el buey, entre otros.
Y
a partir de aquí se me ocurre inventar un breve cuento, ejercicio rutinario muy
lejos de cualquier pretensión literaria.
Érase un constructor o montador de belenes, TONTO DE NACIMIENTO, como
este escribano y que, como él, esperaba impaciente se acercara la fecha para
montar su belén. Éste no era muy experto en la construcción de belenes, pero su
empeño en la tarea era aplaudible y merecía todo tipo de elogios. Había
heredado de sus mayores una preciosa colección de figuritas, entre las que destacaban
una amplia y bonita remesa de pastores y animales. En dicho montaje contaba ese
año, por primera vez con la ayuda de tres de sus nietos, Diego, Valentina y
Clemen, infantes de muy cortas edades que, en su celo por echar una mano,
entorpecían la labor constructiva más que ayudar de verdad. Pero ello no era
óbice para ganarse el aplauso de toda la familia.
Con más lentitud que otros años el belén iba creciendo, acercándose al
momento culmen del montaje, la colocación de las figuritas. Este año serían los
tres pequeños los que elegirían la ubicación de éstas. Ello se convirtió en un
ritual respetado por todos y aunque la distribución de las figuras, en
determinados espacios, nos pareciera algo inapropiada y rocambolesca, nadie, ni
siquiera el abuelo, “jefe” del montaje, tenía potestad para cambiar o modificar
los establecidos lugares. Para corroborar estos dislates, unos ejemplos serán
suficientes. La colocación de las casitas de un pequeño pueblo junto a unos
pastores que triplicaban en altura a las mismas o una piara de cochinos enormes
cuidados por un porquero diminuto.
Seguidamente obligado es contar un suceso que pudo mandar al traste con todo
el trabajo realizado. El abuelo con bastante cuidado coloreó el serrín
utilizando anilina de color verde y marrón para imitar los verdes prados y la
tierra de labor; el serrín sin tintar le serviría para marcar los caminos. Las
prisas por terminar nunca fueron ni serán buenas consejeras. Sin esperar el
obligado secado del tintado serrín lo colocó sobre el suelo del belén repartido
a su gusto y, con una inmediatez no pensada, los pequeños colocaron sobre la
húmeda alfombra las figuras. La mayoría de ellas eran animales y, dentro de
estos, abundaban los cochinos y sus redonditos lechones. La noche se les echó
encima. Habían terminado el montaje y solo les quedaba a los montadores,
descansar y disfrutar, en los días siguientes, de la obra realizada.
El
pequeño Diego fue el primero en levantarse y antes de nada corrió hacia el
espacio donde habían construido su belén. En primer momento no se dio cuenta
del estropicio, pero, en unos segundos, descubrió que la mayoría de los
animales, cerca de unos cincuenta colocados en primera línea, habían
desaparecido y en su lugar aparecían unas manchas coloreadas. Raudo y
vociferando se dirigió en busca del abuelo para comunicarle lo que él creía un
robo. El abuelo dejó lo que estaba haciendo y se dirigió “arrastrado” por el
ímpetu de su nieto hacia el belén. Frente a él, al principio no entendió la
misteriosa desaparición. Como de costumbre actuamos de forma instintiva y el
abuelo, por no ser menos, tocó con el dedo índice las manchas existentes en el
lugar donde antes había un animalito. Su dedo quedó manchado por algo parecido
a barro pintado; no parecido, era barro. ¿Qué había pasado en la secreta
disipación? El abuelo más sabio por viejo que por diablo, enseguida comprendió
lo ocurrido. Aquellos animalitos desaparecidos pasaron a mejor vida por culpa
de la humedad del serrín tintado. Eran figuras de arcilla no cocida. De esta
mutación se salvaron las antiguas figuras de pastores que tenían en sus pies
una pequeña plataforma de madera fina que no permitió que el agua del serrín
las mutara en barro coloreado.
El
abuelo explicó a los nietos que no acababan de entender lo ocurrido y se
comprometió a solucionar el problema.
Apenas abrieron las casetas donde se vendían figuritas, el abuelo compró
un número elevado de animalitos, fijándose en que estuvieran bien cocidos o de
materiales modernos resistentes a la humedad.
En
un corto periodo de tiempo, los peques pasaron del pesar, de la desazón y de
algunas que otras lágrimas, a una manifiesta alegría contagiada a toda la
familia.
¡Ojalá no desaparezcan los TONTOS DE NACIMIENTO!
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