Nuestra imaginación vuela hacia la escena de una entristecida Madre, como otra cualquiera de paso por el mismo trance, de perfumar y limpiar con una noble esponja, el malherido y yacente cuerpo de su Hijo bien amado, que reposa en sus brazos; teniendo como testigos inseparables la mirada de los ojos de un inmaterial Padre, que le dejó esta figura a Él, así como al Espíritu Santo, en forma de paloma, como la aparecida en el momento en que el que se tenía como la Voz que clamaba en el desierto, derramaba sobre su cabeza las aguas benditas del Jordán.
Sin olvidarnos de aquel otro símbolo de los nuevos cristianos, el pez, que sirve como cáliz de la sagrada y santa ave, ni de la Santa Cruz que se convierte en su lecho.
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