lunes, 5 de octubre de 2020

En tiempo de PANDEMIA

Entrega 3. Escrito 12

UNA ATÍPICA NOCHE DE SAN JUAN

      El coronavirus, con su mortífero poder y su facilidad para contagiar a los humanos de todos los lugares de la Tierra, ha convertido la NOCHE DE SAN JUAN, este año loco de fases, de desescalada y de nueva normalidad, en un simple recordatorio del pasado. Sólo, como de costumbre, los locos, los irresponsables, los imprudentes y osados inconformistas se saltarán las normas y erróneamente creerán que nada ha pasado, que todo sigue igual, y celebrarán alocados la fiesta de la noche más corta del año, la de San Juan, sin tener en cuenta las prohibiciones y las nefastas consecuencias de un volver a desandar los caminos marcados por la cobid-19.

     El fuego, festivo compañero de celebración, brillará por su ausencia y el mar, apreciado terreno de juego echará de menos las voces, los cantos, las risas, las borracheras, los saltos sobre las ascuas, los amoríos, los fuegos de artificios y un largo etcétera de anónimos acompañantes de la celebración. La noche, las más breve del año, se encontrará sola, hará de menos el bullicio y la alegría de los participantes en su mágica noche.

      No sabemos cómo serán las próximas NOCHES DE SAN JUAN. ¿Nos quedarán ganas y arrestos para volver a las andadas de antes del coronavirus? o ¿Seguiremos enganchados al estado de alarma, con sus dichosas fases y complicada y desigual desescalada?  ¿Volverán el fuego, la mar y los hombres a ser protagonistas de las NOCHES DE SAN JUAN? El tiempo y Dios dirán en el mantenimiento u olvido de la singular festiva noche.

     Imposible me resulta el no realizar un ejercicio de resucitación de las infantiles NOCHES DE SAN JUAN, vividas en la vieja Rusadir (Melilla) a mediados del siglo pasado. Busco en los rescoldos del tiempo, guardados en una ya frágil memoria y me sorprendo gratamente al encontrar vivas imágenes de aquella tradicional fiesta del fuego y del mar y de sus preparativos. La recopilación de todo lo que pudiera arder y ser consumido por el voraz fuego, era nuestra tarea prefiesta. La rivalidad de los barrios y de las pandillas se manifestaba más y más en las proximidades de la especial noche. Los robos de material almacenado durante los últimos días de colegio, antes de las ansiadas vacaciones, eran frecuentes y nunca bien recibidos por los grupos que lo padecían. El acopio de ramas, troncos, muebles inservibles, cartones, cajas, palés y todo aquello que “merecía” ser quemado, nos convertía en audaces “piratas” e intrépidos “ladrones” de   baja monta, para reunir la mayor cantidad posible de diferentes clases de “leña”.

      Y llegada la festiva noche, a montar con gozo y bastante esfuerzo la piramidal pira, dispuesta a ser devorada por el catártico fuego. Siempre nos resistíamos a prenderla, siempre queríamos ser los últimos en sobrevivir, los más tardíos en desaparecer, convertidos en espectaculares ascuas vivas. Los atrevidos y, muchas veces, arriesgados saltos sobre éstas empezaban a marcar el fin de la fiesta. Algunas furtivas lágrimas se repartían entre los participantes. Al año siguiente más y más cantidad, esa era el propósito de casi todos.

     Crecí, recorrí, por mi profesión de maestro de escuela, pueblos de Andalucía y Castilla la Mancha (Guadalajara) y, sin proponérmelo, encontré mi definitivo y último refugio, El Viso del Alcor. Casi olvidadas las NOCHES DE SAN JUAN, saltaron nuevas chispas y frágiles pavesas de novedosas hogueras, hogueritas de El Viso en la víspera de la Inmaculada, y volví a ser y recordar a aquel niño melillense que tanto le gustaban las NOCHES DE SAN JUAN.



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