Entrega 3. Escrito 12
UNA ATÍPICA NOCHE DE SAN JUAN
El
fuego, festivo compañero de celebración, brillará por su ausencia y el mar,
apreciado terreno de juego echará de menos las voces, los cantos, las risas,
las borracheras, los saltos sobre las ascuas, los amoríos, los fuegos de
artificios y un largo etcétera de anónimos acompañantes de la celebración. La
noche, las más breve del año, se encontrará sola, hará de menos el bullicio y
la alegría de los participantes en su mágica noche.
No sabemos cómo serán las próximas NOCHES DE SAN JUAN. ¿Nos quedarán
ganas y arrestos para volver a las andadas de antes del coronavirus? o
¿Seguiremos enganchados al estado de alarma, con sus dichosas fases y
complicada y desigual desescalada?
¿Volverán el fuego, la mar y los hombres a ser protagonistas de las
NOCHES DE SAN JUAN? El tiempo y Dios dirán en el mantenimiento u olvido de la
singular festiva noche.
Imposible me resulta el no realizar un ejercicio de resucitación de las
infantiles NOCHES DE SAN JUAN, vividas en la vieja Rusadir (Melilla) a mediados
del siglo pasado. Busco en los rescoldos del tiempo, guardados en una ya frágil
memoria y me sorprendo gratamente al encontrar vivas imágenes de aquella
tradicional fiesta del fuego y del mar y de sus preparativos. La recopilación
de todo lo que pudiera arder y ser consumido por el voraz fuego, era nuestra
tarea prefiesta. La rivalidad de los barrios y de las pandillas se manifestaba
más y más en las proximidades de la especial noche. Los robos de material
almacenado durante los últimos días de colegio, antes de las ansiadas
vacaciones, eran frecuentes y nunca bien recibidos por los grupos que lo
padecían. El acopio de ramas, troncos, muebles inservibles, cartones, cajas,
palés y todo aquello que “merecía” ser quemado, nos convertía en audaces
“piratas” e intrépidos “ladrones” de
baja monta, para reunir la mayor cantidad posible de diferentes clases
de “leña”.
Y llegada la festiva noche, a montar con gozo
y bastante esfuerzo la piramidal pira, dispuesta a ser devorada por el
catártico fuego. Siempre nos resistíamos a prenderla, siempre queríamos ser los
últimos en sobrevivir, los más tardíos en desaparecer, convertidos en espectaculares
ascuas vivas. Los atrevidos y, muchas veces, arriesgados saltos sobre éstas
empezaban a marcar el fin de la fiesta. Algunas furtivas lágrimas se repartían
entre los participantes. Al año siguiente más y más cantidad, esa era el
propósito de casi todos.
Crecí,
recorrí, por mi profesión de maestro de escuela, pueblos de Andalucía y
Castilla la Mancha (Guadalajara) y, sin proponérmelo, encontré mi definitivo y
último refugio, El Viso del Alcor. Casi olvidadas las NOCHES DE SAN JUAN,
saltaron nuevas chispas y frágiles pavesas de novedosas hogueras, hogueritas de
El Viso en la víspera de la Inmaculada, y volví a ser y recordar a aquel niño
melillense que tanto le gustaban las NOCHES DE SAN JUAN.
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