Día de la Resurrección del Señor, donde a veces lo sublime se difumina ante la crueldad del mundo, ante el espíritu cainista que pretende colapsar esta gran fecha, como mencionó en su homilía de hoy el Papa Francisco, que trató de colocar de forma urgente entre nosotros su contrapunto, la verdadera y necesaria paz entre los hombres, entre los hermanos.
Y uno, a veces también, sin saber el porqué, en su mente resucita recuerdos sencillos de lugares lejanos en el tiempo y geográficos, que nunca volverá a ver, como no sea a través de reflejos de ellos que surgieron en momentos de soledad, cuando uno mataba el tedio con los colores del óleo. Eso sí, buscando su paz.
Yo pasé casi dos años de mi vida, morando en el rincón elegido por nosotros hoy, en el sencillo y humilde trozo dibujado de aquel pueblo castellano, perdido en los mapas, que contaba con menos de doscientas almas en su censo.
Que en la actualidad no alcanza ni las setenta; en el que descansara un día en casa vieja de adobe, reclamo turístico en nuestros días, el mismísimo Cid Campeador, camino de su destierro o para unirse con su amada, que puede ser motivo para historias inventadas en su torno y que contaba como apellido el nombre de uno de los ríos afluentes del Jarama, que a su vez lo era de largo río, el Tajo; y que se llamaba, la aldea en peligro de extinción, Castejón de Henares.
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