Martes 29 de mayo de 2018
A 360 días.
Hoy abrí, sin saber por qué, ni cómo, el álbum de mis recuerdos.
Me
trasladé a un pasado lejano, del que no soy consciente. Mi realidad es oscura,
opaca, sin permitirme ver, despierto, una historia personal desconocida totalmente.
No tuve la fortuna, la dicha de que gozan mis descendientes, hijos y nietos, de
conocer y convivir con ninguno de mis cuatro abuelos, todos ellos fallecidos
antes de mi nacimiento. No conocí la benefactora influencia de la tenencia de
un padre. Me perdí, junto a mis hermanos, su protección, su ayuda, su compañía.
Y mi santa madre, demasiado preocupada en sacar adelante cinco bocas jóvenes,
sin ayuda de nadie, no tuvo tiempo de
contarnos historias de sus progenitores de sus parientes, de su vida joven.
Ausencias y desconocimientos que se pagan, que te marcan, que te moldean
y que te obligan, de manera suprema, a agradecer lo que tienes hoy, el regalo
de una familia completa, la grandiosa oportunidad de vivir y de convivir, sin
necesidad de contar, de inventar, de soñar una realidad.
Nuestra
infancia transcurre, con más penas que glorias, en los tiempos siempre
difíciles de una fatídica, ominosa, aciaga postguerra. Son tiempos para no
vivirlos y para nunca olvidarlos.
La
escasez de casi todo, las colas del fiero
racionamiento, las heridas producidas en la abominable contienda civil,
el más de un millón de muertos en los bandos contendientes, la destrucción y
las tareas de reconstrucción de un país, España, roto en mil pedazos, son
argumentos para que nunca jamás caigamos en la loca tentación de repetir esta
macabra historia.
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