martes, 19 de agosto de 2025

OTRAS HISTORIAS, PERO EN PROSA

 
EL NIÑO QUE PERDIÓ LA NIEBLA  (6)

Cecilio, como casi todos los niños, soñó, soñó y soñó.

Vio al tío Genaro, borracho como siempre, pegando a su mujer y sus hijos. Cogiendo una de sus cajas llenas de niebla, la abrió con rabia y arrojó todo su contenido sobre él hasta hacerlo desaparecer, hasta borrarlo completamente.

Sultán el perro de la Mochales, que con sus fuertes ladridos le asustaba cuando pasaba por su callejón en busca de sus cabras, corrió la misma suerte y la niebla de otra de sus cajitas lo borró para siempre.

            

        A Cecilio tampoco le gustaba aquel barreño que su madre usaba todos los sábados y vísperas de fiestas para bañarle, ni la ropa limpia que le aprisionaba el cuerpo los domingos cuando tenía que ir a misa con sus mejores galas. En especial, los zapatos, que había heredado de su hermano y que ya también a él le comenzaban a apretarle sus pies. Metió todas estas ropas en el barreño y el trabajo siguiente fue igual de fácil. En un abrir y cerrar de otra de sus cajas y espurreando la niebla sobre todo aquello, ¡zas!, y nada quedó.

Vio al hijo del Alcalde. Aquel niño que sólo iba al pueblo en los días de las fiestas y que no se manchaba jamás. Siempre estirado y que no hablaba a ninguno de los niños del pueblo porque vivía en Madrid con una tía, hermana de su padre, pensando que todos los del pueblo eran unos bárbaros y salvajes. Lo vio comiéndose un bocadillo de jamón serrano, lo del aceite no iba con él, y con una bolsa de golosinas en la siniestra. La niebla de dos pequeñas cajas le dejaron con las manos vacías, con lágrimas en los ojos, acompañadas de un ridículo pataleo.

Borró la Iglesia, en donde se aburría miserablemente cuando lo llevaban a la fuerza y se encontraba entre enlutadas mujeres, que cubrían sus cabezas con velos también negros y cantinelas monótonas y retahílas que nunca entendía, salvando sólo a aquel Cristo, clavado en el madero y con la faz de muerte, pero que a él siempre le sonreía.


        Se encontró con Casimiro, que lo mismo capaba cochinos con aires de veterinario experimentado, que ponía inyecciones o recomendaba muchos remedios contra las enfermedades, porque según contaba, tenía en la capital un pariente lejano que ejercía como doctor. Poco duró a la vista de Cecilio, que aún se acordaba de aquélla inyección que le puso en su trasero hacía poco más de un mes y que todavía le dolía.

Muy enfadado hizo desaparecer la tele cuando lo mandaron a la cama porque ponían una película de mayores.

Cecilio tuvo una noche larga, larga, más larga todavía. Con la niebla de sus cajas fue borrando, haciendo desaparecer, todo lo que él creía malo: la muerte y el fuego, con el que una tarde se quemó; el cajón de las medicinas y la correa de su padre; las palabrotas de los mayores y las risas de los novios en las noches oscuras; el soplo fuerte del viento cuando por las noches se colaba en su habitación y la oscuridad; las peleas de los gallos, que salpicaban todo con su sangre y las de los hombres; el miedo y la soledad; la escuela y el urinario maloliente de la tasca del Gregorio; la guerra y..., a todos los mayores.

                    Costa Ballena, 19 de Agosto de 2025

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