1.- Un deportista: JOSÉ GARCÍA CASTRO,
PEPILLO
Algunos años mayor que nosotros, pocos, y con el que tuvimos la suerte de compartir juegos en la niñez, vecino del mismo barrio, el Obrero, en cuya calle central vivía con toda su familia, en la planta alta de una bonita casa, con retazos modernitas. Pertenecía la suya a una clase media acomodada; su padre era el que prácticamente llevaba a su cargo la farmacia de la entrada de la calle General Mola, la del Sol; aunque no era el farmacéutico titular. Tenía una hermana mayor con la que tuve poca relación y un hermano más pequeño, Francisco, compañero y amigo para todo, al que siempre conocimos como Pacoli; su madre, una bella y agradable mujer, siempre tuvo una sonrisa y un trato cordial para los amigos de sus hijos. Completaba la familia una señora de edad que debía de ser su abuela, a la que veíamos siempre sumida en su luto y sentada en una butaca que se balanceaba, en una de aquellas mecedoras de antaño, cuando íbamos a su casa.
Vivían bien en aquel hogar, casi nada les faltaba a
sus moradores; aunque no se veía lujo ni practicaban el derroche. En este
ambiente fácil, por aquellos años de postguerra y sencillamente porque él era
así y no de otra manera, a mi tocayo no le atraían los estudios. Como muchos de
nosotros, estudiaría en
A trancas y barrancas fue sacando los cursos de bachiller, que por entonces eran siete y que terminaba con el examen llamado de Estado, especie de revalida, con algunas asignaturas suspensas en junio y que en septiembre conseguía aprobar con más suerte que empeño y porque en la proximidad del otoño se bajaba el listón de las exigencias. Hasta que el severísimo director del centro por entonces, don José Boluda, catedrático de Geografía e Historia, cansado de sus rabonas, de su escaso interés por los estudios en contraposición al que demostraba por el regateo y el meter el balón entre los palos de una portería de fútbol, sin pretenderlo le dio el definitivo pasaporte para que se incorporara a este deporte y se olvidara para siempre del sacrificio de tener que pasear los libros como obligación cotidiana.
Pepillo había nacido para ser futbolista, como el que nace para cantar, para plasmar la realidad con el color en un lienzo o para ser equilibrista sin tener antecedentes circenses. Lo llevaba en la sangre, en sus delgadas piernas y en su cabeza. De verdad que ya de pequeño era delgado, espigadote y algo canijo, y siempre siguió así. De rostro agradable, rubio, de los que usaba brillantina y después mucho fijador, la gomina de ahora, para sujetarse el tupé, con rostro de niño algo travieso durante toda su vida, aparentando siempre menos edad de la que realmente tenía; aunque cuando asumió su responsabilidad de dedicarse en serio a aquello del balompié era verdaderamente un crío.
No sé el porqué de que casi siempre me eligiera como compañero suyo para los partidillos que jugábamos en la plazoleta que existía entre los bloques de la calle Teniente Coronel Seguí y cuando aún no había iniciado su aventura futbolera. Él no necesitaba a muchos para enfrentarse a otro grupo de chavales; con un portero, siendo yo el afortunado elegido para esta tarea, y otro jugador de campo, se enfrentaba a media docena de contrincantes sin ningún temor, terminando por aburrirlos con su regate fácil, que lo era tan extraordinario, que daba la impresión de tener la pelota como pegada a sus pies con una gomita, siendo casi imposible arrebatársela..
Mientras, yo gozaba doblemente, porque me metían menos goles que los que él marcaba cuando decidía dejar de regatear y se iba para la portería contraria sin ser visto y como quería, para introducir la pelota entre las dos piedras, y por ser privilegiado observador de sus auténticas diabluras futbolísticas, pues nadie mareaba mejor a sus contrarios que él.
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